El Presidente de la República ha anunciado el próximo envío del proyecto de Ley de Creación de Oportunidades Laborales para que sea debatido en el seno de la Asamblea Nacional. De acuerdo con las declaraciones que el Jefe del Estado ha expresado en diversos medios de comunicación, no existiría inconveniente alguno que impidiese la pacífica convivencia de dos marcos regulatorios distintos: el del Código del Trabajo, para quienes cuentan ya con un empleo regido por dicho cuerpo legislativo; y, una vez aprobada, el de la Ley de Oportunidades Laborales, cuyas disposiciones apuntan a conseguir emplear al setenta por ciento de personas sin empleo formal.
Conforme con las declaraciones dadas por el primer mandatario al diario El Universo, el Código del Trabajo que no será reformado habrá de seguir protegiendo “los derechos laborales adquiridos por los que tienen empleo formal”, mientras que la proyectada nueva legislación, a la que califica como un “código flexible”, servirá para darles “oportunidades a los que no tienen empleos”[1].
El anuncio, innovador desde la perspectiva práctica, no es para nada ajeno a los debates políticos y, desde luego, a las argumentaciones jurídicas. Desde lo político, y en la orilla de quienes lideran la oposición al régimen y de los que encabezan las anacrónicas centrales sindicales, se afirma que con la Ley de Creación de Oportunidades Laborales se buscará precarizar las relaciones de trabajo y mermar los derechos de los trabajadores. En los predios de lo jurídico, muchas veces colindantes con las pasiones de la política, se habrán de confrontar varias posturas según cuál sea el contenido final del texto que el Ejecutivo haga llegar a la Legislatura.
No obstante, nos parece que, a falta de un documento oficial, no cabe mayor posibilidad de crítica, si bien de momento tan solo cabe preguntarse: ¿Es jurídicamente viable sostener que en el Ecuador podrían coexistir dos esquemas normativos laborales diferentes? La respuesta a esta pregunta no estará exenta de cuestionamientos insoslayablemente constitucionales y, con toda seguridad, como quiera que finalmente fuere aprobado el proyecto en cuestión (en caso de lograrse tal aprobación), la discusión muy probablemente será llevada al seno de la Corte Constitucional para que pronuncie la última palabra.
Sin embargo, antes de contestar aquella interrogante, quizá convenga aclarar conceptos que muchas veces se presumen entendidos y, en ese esfuerzo, tratar de comprender qué es, cómo se concibe o qué se entiende por código en la jerga legal.
Históricamente el primer código moderno fue el Código Civil francés de 1804. Ha sido tan grande su influencia en la modernización del derecho, que muy pronto otros estados europeos transitaron esa misma senda en el afán de unificar, en un solo cuerpo legal, la dispersa y contradictoria normativa expedida a lo largo del tiempo; o, como ocurrió en América Latina, con el doble propósito de afianzar la autoridad estatal de las nacientes repúblicas a través de la expedición de leyes uniformes que, además, contribuyesen a la construcción de sus respectivas identidades nacionales.
Un código es, en palabras autorizadas, “una ley de contenido homogéneo por razón de la materia, que de forma sistemática y articulada en un lenguaje preciso, regula todos los problemas jurídicos (o, al menos, los principales y más generales) de la materia unitariamente acotada”[2]. En todo código subyace el objetivo de regular materias conexas dentro de determinado ámbito y establecer normas de carácter general que puedan ser aplicadas a cada caso concreto o, de ser necesario, que sean capaces de resolver problemas jurídicos particulares.
En el Ecuador, el vigente Código Civil, que en su núcleo central sigue siendo el mismo de 1857, es uno de los arquetipos más significativos del movimiento codificador iniciado a principios del siglo XIX[3]. Así, por ejemplo, antes de que el Derecho del Trabajo empezara a perfilarse como una rama autónoma de las ciencias jurídicas, las relaciones entre las personas que ejecutaban una obra o prestaban un servicio a favor de otras se enmarcaban en los límites de las disposiciones instituidas para los contratos de arrendamiento de obra o, en su caso, por las de los contratos de arrendamiento de servicios inmateriales, ambas contenidas en Libro IV del Código Civil.
La llegada de la industrialización y la consecuente necesidad de contratar mano de obra a gran escala, rebasó las posibilidades del marco normativo que es propio de las codificaciones reguladoras de los contratos civiles, básicamente porque el establecimiento de relaciones contractuales no se daba ya en pie de igualdad: la autonomía de la voluntad, piedra angular del sistema de contratación civilista, quedaba superaba por la naturaleza económicamente asimétrica del vínculo entre empleadores y trabajadores. Por ello, y con el objeto de acotar tal asimetría, se hizo necesario promulgar leyes de carácter tutelar que tiendan a proteger a los obreros ante su situación de dependencia y subordinación frente a los patronos[4].
El Código del Trabajo del Ecuador de 1938[5] que es fruto de los ideales que animaron a la Revolución Juliana de 1925 receptó en su plexo normativo las medidas legales que, en su época, se consideraron apropiadas para balancear las relaciones obrero-patronales que se daban dentro del modelo económico agroexportador; un modelo en el que, desde luego, no faltaron los abusos y la explotación.
Pensado para una época muy distinta a la nuestra, ochenta y tres años más tarde este corpus que sigue vigente ha sido reformado más de un centenar de veces, y aun así no se ha mostrado eficaz para dinamizar el mercado laboral ecuatoriano. Pese a ello, el Código del Trabajo ha sido el cauce a través del cual se han normado los contratos de trabajo, pues damos por descontado que a él se alude cuando la Constitución de la República determina que sea “la ley” la que consagre y especifique las garantías, los principios y los derechos que aquella les confiere a los trabajadores.
En ese sentido, estimamos que, en efecto, cualquier “ley” de contenido laboral (se llame código o no) puede perfectamente convivir con el Código del Trabajo, siempre y cuando:
- Se sustente en los derechos que están prescritos en la Sección Octava, Capítulo Segundo, Título II de la Constitución (artículos 33 al 34);
- Cumpla con los principios generales determinados en la Sección Tercera, Capítulo Sexto, Titulo VI de la Carta Política (artículos 325 al 333); y,
- Sus disposiciones no puedan ser consideradas como regresivas, esto es, como proclives a disminuir, menoscabar o anular, injustificadamente[6], el contenido de derechos que, a través de las normas, la jurisprudencia y las políticas públicas, se han ido desarrollando de manera progresiva.
Consulegis Abogados
Fabrizio Peralta Díaz
División Laboral
[1] Ver nota completa en: https://www.eluniverso.com/noticias/politica/guillermo-lasso-podemos-convivir-con-dos-leyes-el-codigo-del-trabajo-y-la-ley-de-oportunidades-laborales-nota/
[2] Llamas Pombo, Eugenio, Orientaciones sobre el Concepto y el Método del Derecho Civil, Buenos Aires, Rubinzal-Culzoni Editores, 2002, pp. 54-55.
[3] Para conocer un poco de la historia del establecimiento del Código Civil del Ecuador, puede consultarse nuestro artículo Ecuador: De la Pervivencia del Sistema Jurídico Español al Código Civil, 1809-1857 en: https://www.revistaespecializadadedireitocivil.com/pop.php?option=publicacion&idpublicacion=190&idedicion=1569
[4] Romero Menéndez, Héctor, “Bosquejo y conclusiones de la tesis titulada ‘Estudios sobre el Derecho del Trabajo’, presentada por el licenciado Héctor Romero Menéndez, previa al grado de doctor en jurisprudencia, e informe del respectivo tribunal’, en Romero, Emilio (dir.), Héctor Romero Menéndez: Todo el Camino, Huella y Estela, Guayaquil, Edino, 2006. p. 379. Ya en 1930 Héctor Romero Menéndez concluía, en la que fue su tesis doctoral sustentada en la Universidad de Guayaquil, que “[l]as nuevas leyes del trabajo constituyen, a no dudarlo, un derecho francamente protector del obrero. Y es que informadas se hallan del espíritu del derecho nuevo que tiende, como fin específico de su realidad, a corregir, mediante la acción intervencionista del Estado, las desigualdades de la concurrencia vital, prestando franca protección a los menos favorecidos en el reparto general de la Naturaleza”.
[5] Dictado por el general Alberto Enríquez Gallo, por entonces jefe supremo de la República, y publicado en el Registro Oficial que corresponde a los días que van del 14 al 17 de noviembre de 1938 y que están numerados del 78 al 81.
[6] Cuestiones a debatir podrían ser estas: ¿Es posible expedir normas prima facie regresivas de derechos siempre y cuando existiese una justificación objetiva o demostrable? ¿La crisis derivada de la pandemia, que ahondó el problema del desempleo y el subempleo, podría servir como justificación para que exista un código diferenciado?